La beatificación de Juan
Pablo II
Mañana, 1
de mayo de 2011, Benedicto XVI beatificará a su predecesor Juan Pablo II. Desde
su anuncio, esta beatificación ha causado malestar y sorpresa en importantes
sectores de la Iglesia católica. Entiendo el malestar, ya que no pocas de las
actuaciones de Juan Pablo II fueron todo menos ejemplares e imitables como se
espera de una persona a quien se eleva a los altares y se presenta como modelo
de virtudes para los cristianos. Me refiero a su manera autoritaria de conducir
la Iglesia, a su rigorismo moral, el trato represivo dado a los teólogos y las
teólogas que disentían del Magisterio eclesiástico -muchos de los cuales fueron
expulsados de sus cátedras y sus obras sometidas a censura-, al silencio e
incluso la complicidad que demostró en los casos de pederastia, especialmente
con el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, a quien dio
siempre un trato privilegiado con el beneplácito del cardenal Ratzinger, su
brazo derecho, etcétera.
Lo que no
encuentro justificada es la sorpresa. Con esta beatificación, Benedicto XVI no
ha hecho otra cosa que poner en práctica el viejo refrán: es de bien nacidos
ser agradecidos. La elevación de Karol Wojtyla al grado de beato es la mejor
muestra de agradecimiento que podía rendir a su predecesor, que le nombró
presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe y le concedió un poder
omnímodo en cuestiones doctrinales, morales y administrativas. Más aún, fue
Juan Pablo II quien le allanó el camino nombrándolo sucesor in péctore. ¿Cómo
el Papa actual no iba a beatificar al autor de tamaño ascenso en el escalafón
eclesiástico?
Si no
hubiera sido por Juan Pablo II, Joseph Ratzinger sería hoy un arzobispo emérito
sin relevancia alguna. Pero quiso el destino que el papa polaco llamara al
arzobispo alemán a su lado y le nombrara Inquisidor de la Fe, para que la vida
del cardenal Ratzinger diera un giro copernicano. Durante casi un cuarto de
siglo fue el funcionario más poderoso de la curia romana por cuyas manos
pasaban los asuntos más importantes del orbe católico, desde el control de la
doctrina hasta los casos de pederastia sobre los que decretó el más absoluto
secreto, imponiendo a víctimas y verdugos un silencio que le convirtieron en
cómplice y encubridor de delitos horrendos contra personas indefensas.
Juan
Pablo II y el cardenal Ratzinger vivieron un idilio durante casi cinco lustros
con un reparto de papeles que siempre respetaron. El primero, con vocación de
actor desde su juventud, ejerció esa función a la perfección, se convirtió en
uno de los grandes actores del siglo XX y recibió los aplausos de millones de
espectadores de todo el mundo desde su elección papal hasta su entierro. El
segundo ejerció el papel para el que estaba especialmente capacitado, el de
ideólogo y guionista de la obra que le tocaba representar al papa y que puso
por escrito en el libro-entrevista Informe sobre la fe, cuya idea
central era la restauración de la Iglesia católica.
El guión
incluía la revisión del concilio Vaticano II y el cambio de rumbo de la Iglesia
católica, el restablecimiento de la autoridad papal, devaluada en la etapa
posconciliar, la afirmación del dogma católico, la nueva evangelización, la
recristianización de Europa, la vuelta a la tradición, el freno a la reforma
litúrgica, la confesionalidad de la política y de la cultura, la defensa de la
moral tradicional en toda su rigidez en materias que hasta entonces eran objeto
de un amplio debate dentro y fuera del catolicismo, como la familia, el
matrimonio, la sexualidad, el comienzo y el final de la vida, etcétera.
El
panorama eclesial descrito por el cardenal Ratzinger en la entrevista con
Vittorio Messori, publicada luego como libro bajo el título antes citado Informe
sobre la fe, no podía ser más sombrío: "Resulta incontestable que los
últimos 20 años han sido decisivamente desfavorables para la Iglesia católica.
Los resultados que han seguido al Concilio parecen oponerse cruelmente a las
esperanzas de todos, comenzando por las del papa Juan XXIII y, después, las de
Pablo VI. Los cristianos son, de nuevo, minoría, más que en ninguna otra época
desde finales de la antigüedad. Los papas y los padres conciliares esperaban
una nueva unidad católica y ha sobrevenido una división tal que -en palabras de
Pablo VI- se ha pasado de la autocrítica a la autodestrucción. Se esperaba un
nuevo entusiasmo, y se ha terminado con demasiada frecuencia en el hastío y en
el desaliento. Esperábamos un salto hacia adelante, y nos hemos encontrado ante
un proceso progresivo de decadencia que se ha desarrollado en buena medida bajo
el signo del presunto espíritu del Concilio, provocando de este modo su
descrédito".
Dentro
del guión entraba el cambio en la política de nombramiento de obispos, sin la
cual no podía llevarse a cabo la restauración eclesial diseñada al unísono por
Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger. Poco a poco fueron sustituidos los
obispos conciliares por prelados preconciliares, los obispos comprometidos con
el pueblo dieron paso a obispos cuya preocupación principal era la ortodoxia,
los obispos vinculados a la teología de la liberación dieron paso a los
obedientes a Roma. De esa manera se garantizaba el éxito de la nueva estrategia
neoconservadora.
Wojtyla y
Ratzinger se conocían desde la época del concilio Vaticano II, en el que ambos
participaron, el primero como obispo, el segundo como asesor teológico del
cardenal Joseph Frings, arzobispo de Colonia. Wojtyla se alineó con el sector
conservador. Ratzinger estuvo del lado del grupo moderadamente reformista.
Ambos dieron su apoyo a los documentos conciliares. Se esperaba por ello que,
ubicados posteriormente en los puestos de la máxima responsabilidad
eclesiástica, llevaran a la práctica las reformas aprobadas por el Vaticano II
en los diferentes campos del quehacer eclesial: vida y organización de la
Iglesia, teología, liturgia, recurso a los métodos histórico-críticos en el
estudio de los textos sagrados, diálogo con el mundo moderno, presencia de la
Iglesia en la sociedad y, sobre todo, la creación de la "Iglesia de los
pobres", propuesta estrella de Juan XXIII. No fue ese, sin embargo, el
camino seguido por Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Cuando
accedieron al papado fueron desmontando poco a poco el edificio construido por
los padres conciliares entre 1962 y 1965 y alejándose del proyecto de Iglesia
diseñado cuidadosamente en las cuatro Constituciones, los nueve Decretos y las
tres Declaraciones que conforman el Magisterio conciliar.
El giro
no podía ser más notorio: se pasó de la Iglesia pueblo de Dios y comunidad de
creyentes a la Iglesia jerárquico-piramidal, de la corresponsabilidad al gobierno
autoritario, del pensamiento crítico al pensamiento único, de la autonomía de
las realidades temporales a su sacralización, de la secularización al retorno
de las religiones, de la autonomía de la Iglesia local a su control, de la
jerarquía como servicio a la jerarquía como ejercicio de poder, de la teología
como inteligencia de la fe en diálogo con otros saberes a la teología como
glosa del Magisterio eclesiástico, de la ética de la responsabilidad al
rigorismo moral, del diálogo multilateral al anatema.
La
beatificación de Juan Pablo II constituye, a mi juicio, una muestra más del
paso que Benedicto XVI ha dado desde el neoconservadurismo al integrismo.
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